Esta última semana sólo tengo ideas, ideas malas que contar, que no sirven ni como anécdotas para los nietos (que no tendré) y que por más que he tratado de plasmarlas me ha sido imposible. ¿Será que escribir desde lo propio y no desde el imaginario colectivo es un ejercicio que requiere mayor rigurosidad e hidalguía?
No tengo agallas ni coraje para seguir ningún maldito instinto literario porque tengo miedo de pegarme de frente contra una pared, miedo de quedar vulnerable a los ojos de cualquiera o a no poder volver a ser fuerte y decidida o seguir despertando fantasmas olvidados que me recuerdan quien soy. Y que de pronto esa pared me caiga encima y yo quede sepultada para siempre y expuesta una vez más a los ojos inquisidores de los que me rodean.
Quizás si estuviera llena de valor, si las señales del cielo no indicasen que es una guerra perdida, quizás me estrellaría contra esa pared con la fe tonta de poderla atravesar sin un rasguño. O quizás pudiera encontrar la fórmula perfecta para rodearla y ver que hay del otro lado.
No se me ocurre ningún artefacto capaz de ablandar el cemento, destruir ladrillos o atravesar paredes sin morir en el intento, así que seguiré paseando cerca de esa pared y miraré de reojo su majestuosidad, con la vaga esperanza de que su pintura se descascare y algún día mi imaginación sea capaz de atravesarla sin tirarla al suelo. En fin, ilusiones tontas que tiene una, cuando le da por pensar que sería más fácil alejarse de esa pared que quedarse cerca para contemplarla. Por que en verdad si tengo muchas historias que contar, sólo que las estoy canalizando para poder contar más de alguna verdad.